Espacios criollos, espacios indios y representación histórica
- Autor(es):
- Ana Lorena Carrillo
- Fecha:
- Octubre de 2008
- Texto íntegral:
1La ciudad – Santiago de Guatemala –, ha tenido múltiples representaciones en la historiografía guatemalteca. Una de ellas es la que se construye en La Patria del criollo de Severo Martínez1. Representación que reúne la doble riqueza de las miradas confrontadas del historiador contemporáneo y la del cronista colonial Antonio de Fuentes y Guzmán, con cuya obra, la Recordación Florida, aquella dialoga. Es conocida la caracterización que Martínez hace de la ciudad colonial como centro poder y de disfrute, pero no puede escapar a sus lectores que la imagen inicial de la misma en la obra, descrita en la primera de sus páginas, es precisamente la del momento de su ruina por los terremotos de 1651. La confrontación entre ambas obras y puntos de vista es la que permite establecer con claridad ambas imágenes: la de “mirador” y perspectiva floreciente y grata desde la cual el cronista colonial contempla su realidad circundante, y la de lugar de enunciación del historiador contemporáneo empieza situándola en su derrumbe y desgracia. Pero viéndolo bien, la ciudad criolla derrumbándose, es una poderosa imagen cargada de lo que podría llamarse una clave anticipatoria. En términos de conciencia histórica y de significación, esa imagen apunta a una orientación escatológica del relato, constituye una metáfora del futuro en el pasado, un presentimiento. Las páginas iniciales de La Patria del criollo, a partir de aquella imagen del terremoto, contienen, visto de esta manera, una propuesta de comprensión del pasado y un deseo de futuro prefigurado en la ciudad criolla en ruinas. Este deseo de futuro, propio de la visión apocalíptica del mundo y de la historia, puede y quizá debe, – para fines de apuntalarse como “conciencia histórica”, ligarse a otra imagen, igualmente poderosa, que se configura a lo largo del relato. Esta es la primera imagen del indio en el texto. Este es un personaje principal de la narración así como, obviamente, en la realidad extratextual, y es construida en la obra, por contrario a la del criollo y su ciudad (Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán y Santiago de los Caballeros) como colectiva, sin voz y sin nombre propio. La imagen inicial del indio no es la de uno en particular sino la de una generalización semioculta tras el número: “veinte indios” y su elaboración surge de la voz del narrador que adopta críticamente -como se verá más adelante -, la perspectiva del criollo, es decir, se construye a partir de dicha mirada. Se trata de una imagen del indio emblemáticamente vinculada a la ciudad y a la casa-fortaleza del criollo a partir del verbo “derribar,” que por cierto de inmediato recuerda la catástrofe natural y el derrumbe de la ciudad: “La casa misma – su casa – ofrecía por fuera unos ventanales salientes con tupidas y fuertes barras, y un pesado portón que no hubieran podido derribar veinte indios, aun escogidos entre los más forzudos, suponiendo que se les ordenase realizar tan estúpida tarea” (pág. 18).
2Junto a estas imágenes con las que se abre el relato de la historia colonial de Guatemala, es decir, el derribamiento hipotético y simbólico de la puerta criolla por el indio colectivo y el derrumbe de la ciudad por el terremoto, destaca un espacio que en medio del caos queda incólume: el de la escritura. Podría decirse, citando la expresión de Ángel Rama, que al derrumbe simbólico del orden colonial que está significado en estas imágenes de la ciudad y puerta, se une paradójicamente la perduración y fuerza de la ciudad letrada como reducto de la élite intelectual. Es la escritura de Fuentes y Guzmán, mencionada en el fragmento del caos en la plaza lo que perdura y es la escritura del propio Martínez la que actualiza su perduración. A propósito de lo anterior, vale la pena recordar la importancia que éste daba en las primeras ediciones de La Patria del Criollo a la figura de una llave que debía ilustrar la portada del libro; figura que obviamente aludía a la apertura de horizontes que el saber propicia. En sentido contrario a la puerta criolla derribada violentamente por el anónimo y colectivo personaje social indio, son el historiador y su escritura los que franquearán, ordenada, escalonada ¿”civilizadamente”? ese umbral que nos veda el paso hacia la comprensión del pasado para poder acceder finalmente a él2. La ciudad criolla, es, sobre todas las cosas, la ciudad letrada. Pero en la recuperación que realiza La Patria del Criollo de las letras coloniales a partir de la decisiva relación especular con la Recordación Florida, la apelación que se hace a las imágenes y temas de esta última se articula con presupuestos ético-políticos modernos que corresponden al momento de producción de la primera. El texto, como estructura formal, la historia como discurso contenido en él y la obra como totalidad se definen a sí mismas como espacios letrados y cultos que sin embargo, se proponen como capital cultural popular. No sólo porque se dirigen a esos sectores y piden su lectura, sino porque en cierta forma se trata de espacios invadidos de los desasosiegos y expectativas de los sectores sin letras. En efecto, las tensiones latentes en el entrelazamiento de las imágenes de la ciudad colonial – centro de dominio y disfrute – con la de las casas de los criollos que exhiben portones que “ni los más “forzudos” indios puedan derribar”, o aquella otra de la ciudad colonial, “florida” y grata, confrontada con la de su destrucción, se expresan igualmente, en el nivel textual al apuntalarse en medio del caos un espacio de salvación: la escritura. La ciudad criolla deviene entonces ciudad letrada y desde ese “lugar”, el cronista y el historiador contemporáneo dialogan. Pero hasta ahí llegan los ecos de aquellas tensiones: los que no escriben y acaso tampoco leen acechan en los alrededores. El cronista colonial no puede verlos, pero el historiador contemporáneo sí. Resuelve entonces definir su discurso como letrado y culto y a la vez como dirigido a ellos, a sus expectativas, a sus luchas.
3Se ha mencionado antes que en La Patria del criollo se sitúa la doble voz de la enunciación (la del cronista y la del historiador) en la ciudad criolla (Santiago de Guatemala). Enseguida, al analizar un poco más de cerca dicha voz, se verá que la obra de Martínez adopta a partir del espacio, la perspectiva axiológica del cronista y de su clase social, lo cual ha de servirle para hacer más vívida la imagen de uno y de otra y para introducir muy pronto, después de esa inicial y estratégica identificación espacial y valórica, un distanciamiento ideológico que se percibe cuando filtra con ironía el lenguaje social de los criollos (heredado luego a las oligarquías y amplios sectores medios) en el discurso propio, haciendo variaciones sobre él: “Por lo demás, los indios, si bien es cierto que había que tenerlos a raya y patentizarles en todo momento su subordinación – ¡consejo cotidiano de padres y abuelos! – no es menos cierto que a la casa llegaban siempre como portadores de algún beneficio” (págs. 18-19). O cuando lo parodia: “Si él (el niño Fuentes y Guzmán. ALC) hacía ademán, pongamos el caso, de querer chancearse con algún chicuelo acompañante de los indios, en el acto se veía asido por la mano enérgica de la abuela, quien lo apartaba con un susurro insistente y enfático: ‘...aparte somos nosotros, y aparte los naturales…’” (pág. 19).
4El narrador/ historiador – artífice del encadenamiento y la causalidad de los acontecimientos – habla desde una posición omnisciente, es decir, viendo desde afuera los acontecimientos pero sabiendo más acerca de ellos que cualquiera de los personajes y que el lector; y es precisamente esa posición privilegiada lo que le permite examinarlos, controlarlos y prescribir sobre ellos desde su discurso de autoridad, lo que hace en los dos planos del texto: el de la historia o trama y el de la narración de la misma, lo que a su vez tiene una función ideológica precisa en términos de control de los espacios y del relato en su conjunto. El narrador de La Patria del Criollo, autoritario, controlador, irónico, somete al lector a sus reglas y hace del texto un espacio contradictorio de poder y liberación al que se accede sólo bajo su permanente guía y con las claves (“llaves”) que él posee. El lector, colectivo, anónimo, es llevado, empujado a pensar o a no pensar, a creer o no creer, con muy controlado margen para su propia aportación a la creación del texto.
5En la representación propiamente dicha, los espacios figurados – el del criollo y el del indio – son, respectivamente, un nombre propio: Santiago de Guatemala, sede del poder; y una metáfora sin nombre: la cárcel, el encierro el margen: desde la reducción en los pueblos de indios al “zaguán” de la casa del criollo. La voz narrativa, que a veces adopta la perspectiva del propio narrador y otras la del cronista criollo, o la del criollo en general, transita por ellos creando una variedad de discursos que viven en aquellas dicotomías y tensiones haciendo de la vida colonial un cuadro que lejos del paisaje bucólico que tan bien dibuja Fuentes y Guzmán, se pinta como uno moderno, surrealista, de garabatos, manchas e imágenes perturbadoras:
6A los manchones obscuros con que habíamos ya estropeado el idílico paisaje de los “pueblecitos”, agregamos ahora, por si era poco, los bochornosos garabatos rojos de los pajuides en llamas. Pero no importa. El paisajismo y el pintoresquismo son en nuestro medio trucos de perspectiva –trucos favoritos de la estética criollista, igual en Historia que en Literatura y Pintura– adoptados para no ver de cerca y a fondo la realidad de los indios, y para que otros no la vean (pág. 564).
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Vale la pena contrastar esta afirmación con la descripción que, en la voz de los criollos, se hace en la obra de Martínez, según la cual, no el país pero sí Santiago de Guatemala, el “corazón” de la patria criolla, está “a los pies” del volcán y es blanca, ordenada, cuadriculada, y sus edificios y casas con techos de teja (la teja era ya sinónimo de condición relativamente acomodada) en la que sólo se presentan como “excepción” algunos techos de paja. Esta idealizada representación de la ciudad, cuyo origen se relaciona con los valores coloniales criollos tiene un antecedente contemporáneo en la obra de Luis Cardoza y Aragón3, Guatemala, las líneas de su mano anterior a la de Martínez por varios años, pero no tan alejada de esta como pudiera parecer inicialmente. También en ella se hacen descripciones de Santiago de Guatemala, de los pueblos y del país entero que vale la pena contrastar con las que hasta aquí se ha señalado. En la obra de Cardoza el país todo se equipara con un mercado indígena, una especie de reverso o contrario del ordenamiento de calles cuadriculadas y del uniforme (y español) color blanco que las casas ostentaban por dentro y por fuera. El mercado es precisamente, un espacio de relación social más que de edificios, de movimiento más que de estabilidad y orden, de multicolor más que de blancura. Pero el “pintoresquismo” – esta vez “indigenista”- que parece perfilarse en el texto de Cardoza es aparente. Más adelante, cuando ya ha iniciado el discurrir del recuerdo de la infancia, de la ciudad y de la casa, la presencia de lo indio adquiere paulatinamente nitidez, concreción y gravedad: “La tierra es eso: la infancia, los ruidos, los olores; el humo de la leña de la cocina, la respiración casi canto de la molendera arrodillada sobre la piedra…” (pág. 32).8La inicial visión panorámica del país equiparado a un mercado bullicioso y colorido, cede a un mayor afinamiento y acercamiento del objetivo: dentro del aquel “pintoresco” y multiforme cuadro, se define progresivamente la figura la ciudad natal, dentro de ella, la casa y dentro de ella, la cocina. Al mismo tiempo, la multitud indiscriminada del mercado indígena cede su lugar a una imagen más específica: una figura individual: la molendera arrodillada en la cocina de la casa, que es un recuerdo junto a otros (ruidos, olores, humo de la leña). Pero el recuerdo de la molendera arrodillada no solo se despeja y define de entre la multitud del mercado; también lo hace como un recuerdo entre otros que emerge de la “bruma”, de la vaguedad, de lo intangible de otros: olores, ruidos, humo…En realidad, los recuerdos conducen a la cocina y ya en ella, la molendera arrodillada introduce con su concreción, una ruptura en la serie de esos recuerdos intangibles. Ruptura que no está ahí por casualidad, sino como una huella que habrá de desplegar su significado más adelante. Dicho sea de paso, la molendera indígena en la cocina de la casa de Antigua, vieja costumbre colonial criolla, se originaba – según señala Martínez – en el envío obligatorio e ilegal de estas mujeres a las casas de las haciendas y a la ciudad de Santiago4.
9Nuevamente, entrelacemos – como de hecho ya lo hace el propio Cardoza – las imágenes de la ciudad de Santiago, con los espacios e imágenes de los indios. En la obra de Cardoza ya citada esta primera representación de “el indio” en la molendera arrodillada no se desarrolla con amplitud. Queda ahí, en la estancia más interior de la casa, en la posición del sometimiento, en el trabajo fundamental de moler el maíz para la casa del criollo que ya para entonces sería en realidad finquero. La primera imagen plena del indio, aunque no definitiva, se construye más adelante, individualizada en la figura de un personaje particular con nombre y apellido y no es por cierto una imagen simple y unívoca conceptualmente, como no es así la obra en su totalidad y tampoco las otras imágenes que en ella se crean. En ella predomina – además de una exagerada complejidad y teatralización -, la distancia; pero ésta ya no es la distancia espacial del punto de vista panorámico del paisaje, sino más bien, la epistemológica. Describe al indio enfatizando la extrañeza de los dos mundos en que quedan situados el personaje descrito y el narrador. Manuel Tuch, vestido de procónsul (sic) romano, calzados sus pies que usualmente van descalzos, engalanado con guantes blancos por los que traslucen sus “uñotas” negras de labrador, encarnando a Poncio Pilatos en la modesta procesión de un pueblecito aledaño de peones y albañiles en la Semana Santa antigüeña: “En la puerta de la iglesia, vestido de cucurucho, tocado con rarísimo casco de cartón y usando unos zapatos desvencijados me encuentro a Manuel Tuch, peón de nuestras tierras” (pág. 64).
10Aquí, debido a que el personaje es el tema descriptivo, el espacio en el que éste se mueve ocupa un plano secundario, sin embargo el movimiento de aproximación del personaje, la mención del trayecto y la procesión, señalan que el espacio es el de las calles que más adelante se hace “coincidir” con las de la ciudad real: el empedrado de Antigua, característica notable de este lugar que fácilmente reconocerá cualquiera que lo conozca. La insistencia en lo inverosímil de la indumentaria del personaje logra que el efecto “ficcional”, es decir, la escenificación de la Pasión en la celebración religiosa, se extienda a la relación más general entre el personaje y el entorno. No sólo el labriego con guantes y zapatos en la mano haciendo de Poncio Pilatos es inverosímil; también lo es por extensión, todo el escenario.
11En estas tensiones de orden conceptual e ideológico que están en el basamento de la configuración espacial en la obra de Cardoza, puede encontrarse la base de la deconstrucción paisajística que años más tarde retomaría La Patria del Criollo. El paralelismo y la lectura sedimentada de ambas obras está ya presente en trabajos críticos sobre Cardoza que sin mencionarlo expresamente, empalman las oposiciones espaciales de éste y Martínez:
12La ciudad-imagen se debate entre el tañido de las campanas derramándose sobre el pequeño valle umbrío y recoleto, y el espacio rodeado de pueblos de servidumbre – de indios – para permitir el disfrute muelle, señorial y anacrónico de los terratenientes y comerciantes que viven de la riqueza cafetalera (que en ese nicho ubérrimo es proverbial5 )
13Vale la pena detenerse por un momento en las descripciones de Antigua, que en Guatemala, las líneas de su mano, es a la vez la ciudad criolla y la ciudad natal, porque en ellas se concentran dos géneros de contradicciones: la que existe entre el espacio (casi siempre local e idealizado, a veces, con ironía, “pintorescamente” representado) con los personajes (por lo general, el indio, representado en su miseria con realismo brutal); y la que tensa este mismo espacio local representado como espacio opresivo, cerrado, carcelario; con el espacio del mundo, su opuesto, abierto y cosmopolita.
14La descripción de la ciudad que se elabora desde la perspectiva del narrador en la obra de Cardoza rehace el recorrido de éste mientras avanza sobre la ciudad y es uno de los fragmentos más conocidos y citados de la obra:
15Hacia el crepúsculo, el vehículo se aproximaba a la entrada de mi pueblo, al puente del Matasanos, sobre el ausente río Pensativo. Aparecieron las primeras casas de vivos colores de cal, los techos de teja manchados de hongos, la calle empedrada, la fuente de la Concepción, el convento y la iglesia en ruinas. Al otro lado de la calle, con la puerta entreabierta que me dejó ver el jardín, la casa de mis abuelos, en donde niño hice correrías y jugué al circo acompañado de amigos inolvidables, mientras mis preciosas primas sonreían a nuestras proezas infantiles. Cuando bajé en la esquina más próxima a casa, reconocí las piedras gastadas por mis zapatos, el silencio, las manchas de los muros de Catedral, los caños de agua, las ventanas. Recordé con total precisión el dibujo del cemento de las aceras de mi casa. Y frente a la puerta que no había pasado en tantos años, recordé el llavín, corto y redondo, y cómo darle vuelta para abrir; la manita del tocador, el buzón, la madera, la cuerda para abrir la puerta sin tocar. Al fondo de la calle, el triángulo perfecto del Volcán de Agua, enorme, sereno y azul, como siempre, sin una cana, una nube engalanando la cima dorada por el sol de la tarde. Tiré de la cuerda, empujé la puerta y entré con el corazón en la boca (pág. 13).
16Si se retienen algunos de los componentes de la serie predicativa del texto, se ve aparecer los ya muy repetidos motivos de la ciudad: casas (de vivos colores6), techos de teja (manchados por hongos), calles empedradas, conventos e iglesias (en ruinas). El puente del Matasano, el río Pensativo, la fuente de la Concepción y el Volcán de Agua completan, con la capacidad evocadora del nombre propio, esta descripción de Antigua con fuerte contenido icónico. Tras un breve párrafo sobre el recuerdo de la casa de los abuelos, la enumeración de los “objetos” de la ciudad continúa: nuevamente las piedras de las calles (gastadas por zapatos), otra vez las manchas (ahora en los muros), los propios muros de Catedral, la Catedral misma, los caños de agua, las ventanas, las aceras de cemento. El “silencio” sin embargo, introduce un cambio en la serie porque no tiene correspondencia visual y el lugar que ocupa en ella no deberá pasarse por alto, pues con el “vacío” visual que crea en medio de la fuerte iconización de los lexemas que le acompañan, se deja abierta la posibilidad de los “otros paisajes” de la ciudad que el narrador propondrá enseguida. Miradas todas sobre la ciudad cuya subjetividad, plenamente asumida, permite que el mismo espacio sea observado ideológicamente desde variados y cambiantes puntos de vista. El “silencio” formará parte de otras series que describen dicha ciudad en términos muy distintos a los de este primer acercamiento. Por otra parte, habrá que subrayar la presencia en la serie predicativa de “objetos visibles” de la ciudad que han sido mencionados una y otra vez, en todas las descripciones: las coloniales y las contemporáneas.
17En La Patria del Criollo la mayor parte de las descripciones son de tipo ideológico, mientras que las que intentan reproducir “visualmente” la ciudad pertenecen al discurso criollo. Sin embargo, hay una descripción clásica del tipo de “inventario”, que constituye su variante más sencilla, que podría ser considerada sin dificultad como un “espejo” de la descripción de Cardoza y Aragón tanto por la iconicidad de sus elementos, como por el “efecto catalejo”; aunque como puede verse, cada una construida desde un interés distinto. Dice Martínez:
18[...] la obra de Fuentes y Guzmán [...] nos entera, cabalmente, de que las iglesias, las calles y plazas, las casas de habitación y los edificios públicos, fueron levantados por el trabajo de los indios y las capas medias. No en el sentido general de que nada hubiera habido sin la riqueza fundamental creada por ellos, sino en el sentido preciso de que las piedras labradas, los ladrillos, las tejas, las vigas, los muros, los artesonados, las puertas, las rejas, y así sucesivamente hasta llegar a los más valiosos enseres y ornamentos – retablos, lámparas, muebles, balcones, surtidores, etc. – eran casi íntegramente obra de los indios y las capas medias.
19En contraste con esta descripción de Fuentes y Guzmán, el “silencio” que subrepticiamente introduce Cardoza en la serie de objetos, permite –paradójicamente- “ver” y “comprender” a la vez la ciudad (y el país).:
20Esta quietud, este recogimiento, esta facilidad semifeudal, iba poniendo pólvora, iba sembrando desventura y desasosiego y llegó a ser un tormento en la adolescencia. Los días siguen iguales en la paz de la Antigua – ¡tan bella y tan señora!– presididos por el Volcán de Agua, las campanas y el chorro de las fuentes. ¡Qué insoportable paraíso! (pág. 36).
21O más adelante:
22Antigua me atrae con su rechazo de sonrisa y suavidad. Oigo los surtidores, los repiques o los dobles, inesperadamente, y se me aparecen los muñones dramáticos de sus ruinas cubiertas de enredaderas ensangrentadas. Señorial e ida a menos, imagen de la Colonia con su sabor español tan sensible que se antoja una pequeña y preciosa ciudad andaluza en el trópico, y nos engañaría si nos llevasen a ella con los ojos vendados. Lo indígena la circunda en todos sus pueblos (Pág. 36).
23Llama la atención que – sin que existiera el propósito de encontrar estas similitudes – en varios de los fragmentos elegidos de ambas obras aparezcan repetidos algunos temas, entre ellos la ubicación espacial de la figura del indio ligada a una puerta y una casa, así como la también repetida mención de una plaza como espacios para la presencia de este personaje fundamental. Tanto una como otra pueden entenderse como simbología de espacios cerrado y abierto, excluyente e incluyente, privado y público respectivamente, además de social y culturalmente opuestos o extraños. No por casualidad, Silvia Molloy se detiene a interpretar – en su estudio sobre la autobiografía de Juan Francisco