El Salvador, Pulgarcito de América (1946) de Julio Enrique Ávila. Crónica de un hallazgo
- Autor(es):
- Rafael Lara-Martínez
- Fecha:
- Septiembre de 2009
- Texto íntegral:
1
Crónica de un hallazgo
2A Carlos Cañas Dinarte, en aprecio por su saber historiográfico y generosidad.
3La historia a narrar se inició con un correo electrónico inocente pero inquisidor. “¿Sabes cuál es el texto completo en el que aparece la frase de Gabriela Mistral ‘…El Salvador, Pulgarcito de América…’?” La pregunta me la dirigió la poeta y escritora salvadoreña Carmen González Huguet con quien suelo intercambiar ideas con mediana frecuencia.
4Confesaría que debí admitir mi ignorancia. Desconocía el texto de la poeta chilena, aun si había leído el artículo titulado “El Salvador” que publicó en el Repertorio Americano1. De este artículo me sorprendía el silencio que guardaba Mistral sobre los eventos de 1932, al tiempo que se preocupaba por catar el café salvadoreño y compararlo al puertorriqueño. Presuponía que su visita al país del 19 de septiembre al 9 de octubre de 1931 en absoluto había marcado la conciencia social de la chilena.
5Me parecía que existía una extraña laguna de mutismo entre su artículo de defensa a Sandino y la falta de referencia a la matanza de indígenas que ocurrió en el occidente El Salvador en enero de 1932. Sin embargo, esta reserva no se la atribuía a una decisión personal. Su discreción definía un espíritu de la época que la explicación en boga, la represión política, no cernía a cabalidad.
6Mistral escribía sobre El Salvador desde Italia y publicaba con toda libertad en Chile y Costa Rica. Su silencio lo compartió la mayoría de intelectuales centroamericanos de los treinta quienes tampoco denunciaron, ni siquiera anunciaron los eventos. Me cuestionaba si de algo valía reconstruir hechos verdaderos cuando los autores intelectuales que los vivieron los habían percibido desde una óptica ajena a la nuestra: defensa de Sandino/silencio de 1932. Había que proseguir la búsqueda.
7El artículo del Repertorio me enseñaba además que la historia no sólo consistía en hechos. Se formaba también de vacíos que una conciencia tardía intentaba colmar horrorizada desde la lejanía. En verdad, me repetía, si Mistral imaginó El Salvador como “Pulgarcito” esa referencia no aparecía escrita en su ensayo, como si una demora fuese característica de nuestra identidad.
8Mi primer recurso bibliográfico lo pensaba doble. Acudí a la biblioteca de la Universidad de Nuevo México (UNM) a revisar los estantes enteros que contenían los libros de Roque Dalton, por una parte, y los de Gabriela Mistral, por la otra. Ordenados por países, los anaqueles de ambos autores se hallaban tan remotos como Centroamérica del Cono Sur.
9Para mi sorpresa, descubrí que Historias prohibidas del Pulgarcito (1974) —libro que se iniciaba con la “cita” de la chilena— representaba uno de los libros más estudiados del autor salvadoreño. Sin embargo, ninguno de las múltiples respuestas críticas de la obra roqueana se tomaba la molestia de rastrear el origen documental de la famosa frase. Les bastaba repetir la máxima en cuestión para asegurarle al lector instruido, pero ingenuo, que la chilena era su autora original. Acaso, llegué a la conclusión semanas después, más que críticos serían censores del dato primario que reseñaría hechos pretéritos. Este nuevo silencio alimentó aún más mi curiosidad. El título mismo de la obra más difundida de Dalton carecía de referente historiográfico objetivo.
10Con mayor ahínco hurgué los estantes que contenían la obra mistraliana. A falta de una recopilación completa en UNM, llevé a casa la Antología mayor2. Pero antes, hojeé minuciosamente la mayoría de biografías sobre la autora. Me percaté que casi ninguna reseña incluía referencias directas a su viaje a El Salvador, ni mucho menos a la famosa frase con la cual bautizó al país según Dalton.
11Salvo un libro chileno de 1933 — La divina Gabriela de Virgilio Figueroa y otro puertorriqueño Pensamiento y forma en la prosa de Gabriela Mistral (1989) de Luis de Irrigoitia— todos los demás ignoraban la presencia de la poeta laureada en el país. Para la conciencia histórica y literaria chilena, El Salvador era hecho insignificante y eludible. Su famoso bautismo que había calado tan hondo en el sentir nacional, en el Cono Sur quedaba en el silencio.
12Al tiempo que ojeaba una de las bibliografías más exhaustiva de la autora, Vida y obra de la Antología mayor (1992), enviaba correos electrónicos a colegas que habían escrito sobre Historias prohibidas, a quienes su pesquisa crítica los conducía a la chilena, aun si no citaban el documento original. Se me aseguró que pronto resolverían la duda al enviarme la fuente primaria, la cual todavía estoy a la espera de recibir luego de varios meses. Acaso se trataría de un nuevo silencio.
13La revisión de la bibliografía de la poeta me produjo una nueva sorpresa. No había mención alguna del testimonio en sus ensayos sobre Centroamérica ni en sus poemas que leía a vuelo de pájaro en busca del oro filosofal. Me percaté, sin embargo, que pese a la amistad que Mistral profesaba por Claudia Lars nunca había escrito nada sobre su obra, mientras honraba la de Salarrué en el mismo Repertorio Americano luego de su visita al país, y existía inédito en su archivo personal otro elogio crítico del cuentista salvadoreño.
14Por fortuna, me disponía a visitar el país por un par de semanas, tiempo suficiente para consultar los periódicos que de 1931 se conservaran en la Biblioteca Nacional y en la del Museo de Antropología. En la primera encontré el Diario Del Salvador, El Tiempo, La Prensa y Diario Latino, mientras en la segunda se hallaba El Día. Pese a que la presencia de Mistral aparecía en primera plana cada día de sus dos semanas de visita, no existía rastro de la famosa frase.
15Al conversar con Manlio Argueta, Director de la Biblioteca Nacional, me sugirió que tal vez el flamante título del país expusiera un puro invento, semejante a la frase que Jorge Arias Gómez le atribuyó al legendario Farabundo Martí —“si la historia no puede escribirse con la pluma, se escribe con el rifle”— pero que nadie encontraba discurso ni documento original que la enmarcaban. De nuevo, intuía que una conciencia tardía sustituía hechos y decires pretéritos.
16A lo sumo, con dedos ennegrecidos y sucios, en los periódicos de 1931, encontré la vindicación que Mistral hacía de lo indígena. Hacia los albores de 1932, su defensa indigenista la secundaban Francisco Gavidia, la Universidad Nacional y otros intelectuales que la recibían con honores, sin advertir que al mismo tiempo había alzamientos en comunidades al occidente del país y la Virgen del Adelantado incitaba a la revuelta3. Un abismo insondable de silencio mohoso se extendía entre indigenismo de intelectuales y universitarios e indígenas afectados por los eventos de 1932.
17La cita más cercana al canónico “Pulgarcito” rezaba “en El Salvador se ha hecho en un mínimo de territorio un maximum de trabajo4”. No obstante, la mayoría de personas que consultaba me aseguraba la autoría de la chilena remitiéndome a fuentes que rebuscaba con mayor ahínco y leía infructuosamente. De nuevo, ya sonaba a estribillo sin sentido, se me imponía el silencio o, acaso, la conciencia tardía de la experiencia que la poeta laureada y sus anfitriones habían vivido en el país. Hacía constar una distancia entre vivencia y palabra.
18También en San Salvador, conseguí el artículo que Claudia Lars escribió sobre su amistad con Mistral5. Su elogio a la poeta sureña reiteraba el silencio de la tan citada frase. La contextura plástica que a Lars le impresionaba de la chilena cayó en olvido de la conciencia histórica nacional. Estampas de piedra y fuego, “llamó a estas breves páginas que tienen pequeños rincones húmedos y aromados: los cafetales. Nadie hasta hoy, entre nosotros, ha ofrecido en el campo de las letras algo más vivo y hermosamente terrible sobre nuestro reino de Plutón”, concluía al final de su reseña.
19De nuevo, vislumbraba un desfase entre la percepción de quienes conocieron a Mistral —historia como vivencia— y nuestra conciencia tardía, historia como reconstrucción. La sublime “sensibilidad del paisaje” no establecía vínculo alguno entre “el derecho [indígena] a un suelo que es suyo por ley natural” y los eventos de 1932 acaecidos en “el pequeño país (…) labrado como una joya por sus volcanes [en] Génesis continuado y que no se cierra [por el permanente] reino del fuego6”.
20Anteriormente, por la antología chilena, un escrito de Trigueros de León me había advertido que los poetas que presenciaron la llegada de Mistral al país ignoraban el sobrenombre literario de El Salvador, a la vez que se conmovían ante “la plasticidad” de la prosa mistraliana como una de “las más originales de América7”.
21Al igual que en Lars, posiciones que al presente calificaríamos de silencio —eventos acallados de 1932 en Mistral— nuestros antecesores las elogiaban como verdadera revelación y hallazgo: “El Salvador debe agradecerle a quien supo descubrir sus más apretados secretos8”. La distancia entre juicio pretérito y presente no podría ser más vasta ni flagrante, ya que pasado y actualidad se definirían por sensibilidades en riña. Mientras nuestros antecesores exigían fundar una geografía poética, en la actualidad sólo nos interesaría la política. Quizás obtendríamos una mayor conciencia social, pero se extraviaría toda relación ecológica, mito-poética con el mundo. Sólo nuestro orgullo posmoderno argumentaría entender hechos que antecesores ignoraron. Quizás…
22Al cabo, la persona que me condujo al hallazgo definitivo fue Carlos Cañas Dinarte, a quien tuve la oportunidad de visitar la noche anterior de mi regreso a Aztlán. Hablamos de temas diversos —él se interesaba en mapas antiguos; yo, en literatura náhuat— mientras compartíamos un café espeso y aromático, no muy distinto del que saboreaba Mistral al concluir su escrito sobre El Salvador. Si este deleite había fascinado al primer premio nóbel latinoamericano de literatura, simple escribano en pena de Comala, yo podía también permitirme momentos similares de júbilo ante el “néctar negro”.
23Cañas Dinarte me aseguró tener copia del documento original con la frase canónica, repetida hasta el cansancio. La letanía no le correspondía a Mistral sino a un poeta e intelectual salvadoreño olvidado de la primera mitad del siglo veinte: Julio Enrique Ávila (1892-1968). De ser así, Dalton demostraba su amplio conocimiento de la historiografía literaria nacional, a la vez que confesaba que un libre arbitrio antojadizo guiaba su reescritura de la historia oficial. Había que tergiversar a los clásicos.
24Al día siguiente, lo primero que hice al llegar a casa fue consultar las historiografías canónicas de la literatura salvadoreña que tenía a mano. Todas anotaban la existencia de un corto escrito intitulado “El Pulgarcito de América” —más correctamente, “El Salvador, Pulgarcito de América”— pero no asentaban fecha exacta de edición ni mencionaban la fuente en la cual aparecía publicado. He aquí lo que referían sobre el autor y su obra:
25Si no pudo liberarse Julio Enrique Ávila (N 1892) de la consonancia, fue uno de los primeros que en América elaboraron poesía amétrica, haciendo de lado la estructura modernista (…) El Pulgarcito de América, su patria, condensación de afecto y realidad9.
26En estas fuentes se verificaba la sospecha de que Cañas Dinarte me había insinuado, la misma que intuía Argueta sin conocimiento de causa, pero con instinto de escritor. Resultaba imposible demostrar la autoría de Mistral con documentos primarios. La crítica actual, esfera académica que en EEUU se llama estudios culturales, operaba como historia sin historiografía. Los antropólogos rematarían arguyendo que los estudios culturales se definirían como antropología sin trabajo de campo.
27No había búsqueda del dato pretérito directo ni vivencia de los hechos. En cambio, se trataba de una investigación crítica que censuraba toda pesquisa del documento primario para sustituir el pasado por la ilusión política de un presente. Por años, todos repetíamos —debía incluirme en el error— una autoría equivocada y confundíamos canjes arbitrarios, ficciones deliberadas, con hechos reales.
28Argumentaría que existía en Dalton una clara conciencia que hacía de la historia ficción. Por juego borgeano de espejos, los antónimos se intercambiarían, volcando hechos en invenciones y viceversa. Los opuestos se diluían en una totalidad narrativa cuyo encanto y seducción sobrepasaban cualquier exigencia de adecuación a la realidad. He aquí citada la conciencia roqueana de alterar documentos originales por espurios en aras de su objetivo último. El diseño político y poético del autor dictaba la concordancia entre archivo y hecho.
29Los textos reproducidos a lo largo del libro han sido extraídos de las siguientes fuentes (…) fuera de los textos y poemas originales tres han sido modificados para lograr los efectos perseguidos por el autor y dos textos aparentemente extraídos de otras publicaciones son apócrifos, escritos también originalmente por el autor. Corresponde al lector descubrirlos10.
30Hasta ese momento, no existían hipótesis válidas que identificaran esos cinco textos falsificados que el autor mismo señalaba como tarea inmediata de un lector con mirada aguda, ni tampoco abundaban estudios que revelasen cada una de las fuentes historiográficas reales que componían el collage de Historias prohibidas en su conjunto. Ante este nuevo silencio se me imponía “descubrir” originales sin alteraciones arbitrarias para reclamar autorías que el mismo Dalton sugería rastrear al final de su “Pulgarcito”. Sus lectores contemporáneos nos negamos a indagarlos, pensando que teorías críticas y culturales reemplazarían exigencias historiográficas.
31Para revertir este silencio en boga, el lector encontrará en los Anexos el texto original de Julio Enrique Ávila titulado “El Salvador, Pulgarcito de América” publicado en 1946. Asimismo se reproduce un poema del escritor alemán Hans Magnus Enzensberger intitulado “Hotel fraternité”, el cual ofrece idéntica estructura formal que el reconocido “Poema de amor”. Si el primer texto aclara la autoría del título —salvo que algún estudioso rescate un documento soterrado de Mistral— el segundo revela la manera en que un poema celebrado por definir “lo nuestro” proviene de una reescritura de lo ajeno. Las referencias ocultas declararían homenajes encubiertos a autores sin nombre en la bibliografía de la obra roqueana.
32A la semejanza formal de los poemas de Enzensberger y Dalton, por cortesía de Cañas Dinarte, se agrega la analogía en el diseño liberador del autor de Historias prohibidas con su antecesor acallado, borrado: Dalton tacha el nombre Julio Enrique Ávila y lo remplaza por el de Gabriela Mistral. En efecto, Dalton no sólo calcó el título y tachó el nombre del verdadero escritor, poeta conservador, defensor indirecto de regímenes que él mismo impugnaba. A la vez, el esquema libertador global de la obra lo encontraba esbozado en ciernes en Ávila: “amor invencible por su libertad”.
33Derecha e izquierda políticas no se distinguirían por su objetivo explícito último, como por los medios que utilizarían para lograrlo. En Ávila se trataba de los gobiernos civiles y luego militares de la primera mitad del siglo XX, con afanes de democracia electoral; en Dalton, de la lealtad al Partido Comunista Salvadoreño, primero, y a la guerra de guerrillas, en seguida. No obstante, esta distinción drástica se resolvía en la identidad de posiciones políticas contrapuestas que imaginaban la historia salvadoreña como gesta heroica de un pueblo escogido en marcha severa hacia la conquista de su libertad, hacia el ideal de su verdadero nombre: “Salvador”. Para un mismo fin utópico —liberación nacional— se cotejaban medios divergentes que implementarían su inevitable arribo: apoyo a los gobiernos en curso o democracia electoral vs. oposición política radical y armada.
34Recalco la magnitud suprema del siguiente par de párrafos en el opúsculo de Ávila, ya que sus líneas esbozarían el diseño global de Historias prohibidas como lucha constante de un pueblo hacia su liberación nacional por venir. En común acuerdo, en derecha e izquierda, la epopeya salvadoreña se iniciaría con la exaltación de la defensa indígena de un territorio asediado por invasores extranjeros con distinto apelativo: comunismo internacional para unos, imperialismo estadounidense para otros. Pero los contrarios se reunirían en su clamor conjunto a altavoz por “los pueblos oprimidos”. Afirma Ávila:
35Patria que desde su primer aliento de vida, desde su primer grito de independencia, se ha caracterizado por dos virtudes: primero, un amor invencible por su libertad; y segundo, una protesta viva y eterna a favor de los pueblos oprimidos. En estos dos aspectos está encerrada toda su historia, desde la conquista hasta nuestros días.
36En la conquista del viejo reino de Cuscatlán —hoy El Salvador—, fue herido y derrotado por primera vez el valiente Capitán Don Pedro de Alvarado; y su cacique simbólico Atlacatl, murió de tristeza en sus montañas, sin someterse al conquistador; y fue un noble varón salvadoreño, José Simeón Cañas, quien logró en la América Central la redención de los Esclavos. Y así hasta hoy.
37Para concluir, me pregunto si cualquier escritor posee los mismos derechos que se adjudica Dalton al “modificar” autores y documentos originales —prosiguiendo una práctica literaria bastante borgeana— o si este privilegio se lo reserva a los elegidos. De admitir que alteraciones ficticias nos pertenecen a todos, al más común de los mortales, tal vez en breve leeremos textos espurios que falsifiquen a su arbitrio el legado roqueano, de igual manera que él tergiversó a sus antecesores. Ser roqueano a cabalidad significa fidelidad a los procedimientos antojadizos, a la ficcionalización de quien se reconoce como maestro.
Anexos
El Salvador, Pulgarcito de América
38Por Julio Enrique Ávila11
39El Salvador es el país más pequeño del continente, el Pulgarcito de América. Tan pequeño, tan pequeño es, que podría imaginarse que cupiera en el hueco de una mano. Sin embargo, la pequeñez geográfica, pobreza de territorio, ha sido vencida por un alma indígena indomable que ha logrado florecer los páramos y ha hundido su arado de madera hasta en los bordes del precipicio y las aristas de las cumbres. Todo el país cultivado, se ofrece al peregrino como un huerto generoso; y bajo su sombra un huerto con los brazos abiertos, con los brazos en cruz, para acoger al que viene de fuera en busca de abrigo o sustento. Pueblo que todo lo obtuvo del trabajo, en una lucha tenaz y paciente; pero que sabe compartir la parquedad de su bocado con quien lo ha menester.
40Pero no creáis que este huerto en perpetuo producir ha sido un paraíso terrenal, la tierra prometida para los elegidos de Dios. No. Esta tierra pujante y bravía, rebelde a las manos del hombre, para defenderse se erizó de volcanes. En el Occidente, el Izalco por las noches se viste su manto de oro vivo, refulgente como un dios pagano y terrible que agitara en sus manos una antorcha gigante; y en el Oriente, el Chaparrastique, majestuoso y friolento, parece abrigarse entre las humaredas, como un manto de armiño. Por los cuatro puntos cardinales, y en el centro y en la periferia, todo se alzó en volcanes.
41Los hombres como hormigas, juntando sus terrones poco a poco, alzaron aldeas y ciudades; y cuando las vieron florecientes y suntuosas, el volcán, vengativo, sacudió la tierra; y como castillos de barajas sopladas por niño caprichoso, los palacios y las chozas, todos por igual, rodaron confundidos por los suelos. Pero el hombre fue tenaz. Pronto surgieron entre los escombros los nuevos hogares; la vida continuó, febril y laboriosa y a los pocos años la ciudad resplandeció nuevamente. Pero no fue larga su existencia; el volcán rugió de nuevo y toda la obra humana fue arrasada. Y así, en lucha titánica, increíble, estos hombres de fe han desafiado la Naturaleza; hasta tal punto, que sus casas se alzan altaneras en las mismas faldas del volcán en furia.
42De este continuo ajetreo, la tierra, en su mayor parte, parece sacudida por un ataque epiléptico. Cumbres y hondonadas, alturas y precipicios. Al lado de un vergel, la corriente de lava, el árido pedregal. Pero en todas partes, en la tierra fértil como la tierra pobre, en la llanura y en la colina abrupta, y en el precipicio escalofriante, allí veréis al labriego, identificado con su yunta de bueyes, confundido entre la tierra parda, arrojando su semilla y recogiendo su cosecha.
43Y si los hombres son fuertes, recios y pacientes a la par, la mujer es admirable, sencillamente admirable. En las madrugadas, apenas Venus, el lucero grande, el nixtamalero, los despierta, el hombre se levanta hacia la tina de agua serenada, sumerge en ella su cabeza, todavía soñolienta, y la sacude ya fresca, como un árbol cuajado de rocío. Luego va en busca de los bueyes; pone en sus hocicos húmedos dos manojos de zacate y retorna al hogar. En la choza, la mujer, diligente, ha encendido el brasero, echa las primeras tortillas y prepara los frijoles fritos y el café estimulante y oloroso. Al mediodía cuando el sol calcinante y la dura tarea han agobiado las espaldas del peón, cuando la sed abrasa y el hambre apremia, como una samaritana surge en la lontananza la mujer con el cántaro humilde y el agua fresca.
44Y en las tardes, al retorno tras las veredas encendidas de crepúsculo, tras el parpadeo de las primeras estrellas, chisporrotea el hogar y la cena espera lista y sabrosa.
45Mujer cristiana, humilde y abnegada hasta el sacrificio, cuando el hombre no trabaja, ella varonilmente, saca la tarea