Ficha n°128
GIL RODRÍGUEZ, Rafael
Cargo: Clérigo de menores órdenes, encarcelado en la ciudad de Mexico por prácticas de la religión judía.
Nació: el 25 de octubre de 1750 en Santiago de Guatemala.
Murió: Se ignora, posiblemente después de 1807.
Padres: Don Pedro Gil Rodriguez y doña Margarita Medina Valderas, su padre fue hijo de don Salvador Funes y Frías y de Rosa Gil Rodriguez..
Resumen: Se ha escrito mucho sobre los criollos que tuvieron un papel clave en la construcción de las naciones centroamericanas haciendo más que todo énfasis en los grupos elitistas. Con el triste destino de Gil Rodriguez, uno puede seguir la vida de un criollo que pertenecía a las capas medianas de la sociedad colonial y, circunstancia bastante perculiar, que profesaba en secreto un culto prohibido: el de la religion judia.
Este criollo nació “por accidente”, como el mismo lo dice, en la ciudad de Santiago Guatemala y su padrino de nacimiento fue un pariente suyo: don Agustín Rodriguez. Su padre era un hacendado mediano —de la región conocida como el oriente de Guatemala—, uno de los hijos que el abuelo de Gil, don Salvador Funes y Frías tuvo ilegítimamente con Rosa Gil Rodriguez. La personalidad del abuelo podría ser muy interesante puesto que vino de España —era oriundo de Galicia— como alcalde mayor de San Salvador, sin embargo no se conocen mas detalles.
Rafael estuvo viviendo con los suyos, por lo menos dos hermanos y dos hermanas, en el pueblo de Yzalco hasta la edad de siete u ocho años cuando toda su familia se mudó a vivir a la hacienda de Santa Rosa, cercana al pueblo de Santa Ana en el actual estado de San Salvador. El comerciante Don Andrés de Molina le enseñó a leer y a escribir. Rafael Gil Rodriguez recibió las Órdenes Menores de Pedro Cortés y Larraz, en 1762, cuando vivía en el palacio del arzobispado. Vivió durante once meses en el convento de los dominicos antes de ingresar como colegial becado del tridentino. Fue alumno interno en este colegio hasta julio de 1773, fecha del terremoto que obligó a abandonar el edificio, razón que lo llevó a refugiarse en la casa de una viuda, prima del pudiente comerciante don Basilio Romá, en donde se quedó durante más de un año antes de regresar a la hacienda de su infancia. En estos años, se mencionan sus primeros intercambios intelectuales con algunos comerciantes de la Ciudad capital, donde residía con la esperanza de ordenarse como sacerdote. En este caso, el historiador de lo social puede seguir paso a paso el itinerario de un hombre perseguido y cuya vida se ve finalmente truncada por la violencia de las normas sociales del Antiguo Régimen, pero que paradójicamente pudo haber sido castigado por haber querido integrarse a la sociedad colonial, representando de alguna manera así las aspiraciones frustradas de miles de « judíos del silencio». Estaba entonces persuadido que la simple fornicación no debía ser considerada como pecado, afirmación peligrosa en la epoca colonial que no iba tardar en ocasionarle problemas. Gil Rodríguez recibió los golpes más duros de su vida, primero en 1775, cuando después de diez años de estudios en el colegio tridentino estaba a punto de ordenarse sacerdote: una carta anónima llegó a las autoridades diocesanas y le impidieron acceder al objetivo de su vida. En 1781, fue encarcelado algunos meses bajo orden del coronel don Josef Navas porque se había negado a dejar salir de su hacienda los mozos requeridos en tiempo de guerra. Esta oposición fue una de la manifestaciones frecuentes del espíritu de independencia del hombre, espíritu que se combinaba bien con un vida sexual bastante agitada.
Un año después de estas dos dolorosas experiencas con el sistema colonial, volvió al pueblo de Santa Ana donde tenía sus raíces. Resulta entonces muy claro que se trata de una persona bastante inquieta —con un buen nivel intelectual y con lecturas frecuentes y variadas— que se movía dentro de un espacio geográfico limitado que recorría frecuentemente a caballo.
En 1783 estaba viviendo en el mesón El Dragón junto con dos de sus amigos más íntimos, Miguel Rafael Barroeta y Manuel Chacón, en la Ciudad de Guatemala. En diciembre de 1784, volvió a su región predilecta actuando entonces con más y más agresividad hacia el sistema colonial y con la firme voluntad de dar a conocer más libremente sus convicciones religiosas. El 24 de abril de 1785, su amigo don Juan Manuel Chacón lo denunció al Santo Oficio. El denunciante confesaba ¡haber aceptado hacerse la circuncisión! El Comisario Antonio Alonso Cortés hizo entonces las averiguaciones, que se hacían en tal caso, las cuales condujeron a una decisión de excomunión, en noviembre de 1787, y a su encarcelamiento en febrero de 1788. En abril de 1803, Gil Rodríguez dejaba las prisiones secretas de la Inquisición en México para ingresar en el Hospital de Dementes de la misma ciudad, y en 1807 todavía estaba preso, casi quince años después de que fue hecho prisionero. Suponemos que permaneció preso por lo menos hasta 1813 cuando la Inquisición fue suprimida por las Cortes de Cádiz; sin embargo no tenemos más información sobre el final de su vida.
La vida de don Rafael Gil Rodríguez, truncada por la Inquisición, —porque fue, más que todo, la vida del preso N° 11— no tiene nada de fortuita. Sus críticas dirigidas a las élites coloniales —en particular contra el clero que él juzgó con severidad— no podían ser toleradas durante mucho tiempo. Sus amigos eran indios, ladinos o incluso mulatos. Los escogía con base en criterios puramente intelectuales, aprovechando a veces sus debilidades para imponerles sus convicciones. Su proselitismo, a favor del judaísmo, cada vez más agresivo con el tiempo lo condenaba. Su rechazo a las «verdades» religiosas del Catolicismo, hizo de él un perfecto chivo expiatorio. En una sociedad criolla en la que el mestizaje estaba bastante generalizado por el mundo indígena y africano, pero preocupada por parecer siempre más blanca y cercana a los ancestros que eran considerados como «viejos cristianos», sus reivindicaciones y su malestar social permanentes molestaban, y su comportamiento debía ser percibido como peligroso por las autoridades, los representantes del clero (es decir de la Iglesia) e incluso por sus relaciones, pues sus amistades, en un momento o en otro, veían en ese comportamiento una afrenta a las «buenas» costumbres.