Boletín 32 del 2007-10-04
Violencia y resistencia en los pueblos coloniales
El período colonial americano no fue de armonía y paz, sino de conflicto constante, como la historiografía lo ha venido mostrando. El poder exterior que se impuso a las poblaciones originarias, para hacer posible la explotación de sus recursos en beneficio del país “colonizador”, implicó el uso de la violencia organizada, que a su vez conllevaba la tecnología militar, la ausencia de derechos políticos para los indígenas y la asimilación por la fuerza. Sin embargo, existen muchos indicios de que la mayoría de ellos no se sometió y, muchas veces, se sublevaron.
El estudio del colonialismo ha atraído la atención de muchos, pero no por eso se han agotado los temas, no hay todavía suficiente comprensión del fenómeno en su conjunto. Entre otros asuntos, falta el análisis comparativo con el área andina; conocer los pormenores de la vida cotidiana; ahondar más en el papel de la iglesia en los pueblos; descubrir la lenta, compleja y contradictoria mutación (¿y permanencia?) de las culturas originarias; devolverle la integridad al espacio que originalmente tenían esas culturas (Verbigracia: primero fue Mesoamérica, luego la Capitanía General de Guatemala) y, en relación a este ultimo tema, observar los tiempos históricos en forma diferenciada, porque no es lo mismo estudiar la conquista o la idolatría a mediados del siglo XVI, que uno o dos siglos más tarde.
En esas circunstancias, de tiempos históricos diversos y coexistentes, otro problema no estudiado es la participación indígena en la independencia, que es bastante probable haya sido una experiencia distinta a la criolla. Está por averiguarse, por ejemplo, qué huellas dejaron los acontecimientos asociados a la crisis del Imperio Español, en la actitud que las comunidades indígenas adoptaron después.
Todos esos temas aguardan nuevos estudios, están a la espera de historiadores, como los que aquí escriben, interesados en que algún día se de la redención histórica de los actores sociales del pasado y de hoy. Así pues, estudiar el mundo colonial supondría igualmente conocer el mesoamericano y andino, que se articularon con este a partir del siglo XVI, rebasando tanto la visión hispanista como la indigenista.
En este número del boletín se incluyen tres artículos; una reseña biográfica de Atanasio Tzul; varias cartas inéditas de curas pueblerinos del arzobispado de Guatemala, que responden al cuestionario enviado por Pedro Cortés y Larraz (1771), transcritas de documentos del Archivo General de Indias; la declaración judicial de Manuel Tot (1802), también inédita, depositada en el Archivo General de Centroamérica, así como una bibliografía de Andrés Aubry (in memórian). En todos estos trabajos es la Iglesia y sus representantes los que encarnan la opresión moral y material del Imperio español sobre las comunidades indígenas.
Inicialmente convocado para examinar la dialéctica entre violencia y resistencia en la Capitanía General de Guatemala (territorio que hoy comprende al estado mexicano de Chiapas y Centroamérica), desde la segunda mitad del siglo XVI hasta la primera del XIX, el espacio aludido en los trabajos se desborda hacia el área mesoamericana al norte, abarcando el actual estado de Oaxaca en México, y se extiende, conforme se avanza del régimen colonial al Estado-nacional, a lo largo del siglo XIX. Ampliaciones que contribuyen a iluminar la historia de la violencia y la resistencia, mostrando que ha sido fenómenos de larga duración, comunes a un extenso territorio.
Dilatar los límites del análisis histórico es precisamente la propuesta metodológica de Rosalba Piazza, quién propone extender los límites externos e internos que encierran a los hechos; “colocando a los actores y acontecimientos en un contexto más amplio que el de sus propios límites” y “forzando las barreras que impiden una mirada desgranadora sobre la dinámica propia de las distintas fases de acontecimientos” (p. 5). Tomando el caso de “los mártires de Cajonos”, la autora hace sugerentes observaciones sobre las “idolatrías” como espacios de elaboración de la resistencia indígena al poder español. A propósito de la versión de los hechos de Eulogio Gillow, Obispo de Oaxaca, en 1889, Piazza invita a tomar los documentos como los que son: hechos históricos en sí mismos, para nada ajenos a las polémicas y pugnas ideológicas del momento, posteriores o actuales; explicitando así que su concepción de la historia en lugar de excluir u omitir éstas (siguiendo una falsa, pero pretendida objetividad), más bien las tiene en cuenta. Utilizando materiales diversos, entre ellos el de varios archivos, su artículo contiene una crítica historiográfica y documental impecable.
Ruz y Solórzano, por su parte, muestran la violencia con la que se llevó a cabo la “segunda fase de la evangelización”, a partir de la octava década del siglo XVII, en las áreas fronterizas de la Capitanía, pero también ponen a la vista cómo se organizó la resistencia armada e institucional; con tal eficacia, que las comunidades mantuvieron sus autonomías, cuando menos hasta mediados del siglo XIX, cuando la pérdida de sus líderes debilitó la resistencia y colocó a muchas al borde de la extinción.
En efecto, una de las condiciones más importantes de la resistencia, tanto en el período colonial como en el nacional, fue el contar con una clase de intermediarios que conociendo el “lenguaje” y los recursos institucionales; estuvieran en condiciones de apropiárselos llegada la oportunidad y que, al mismo tiempo, estuvieran asociados al poder local. Tal y como lo presentan Pollack y Solórzano en sus trabajos. Los Tot, Tzul y Mayas consiguieron que algunas de las acciones de oposición indígenas se produjeran de manera unificada y, eventualmente, en alianza con otros actores sociales.
Al examinar las interacciones entre violencia y resistencia, estos trabajos sugieren reflexionar sobre otros problemas centrales del período colonial, como el de las dinámicas sociales y políticas asociadas a las congregaciones y la idea de conquista. Las primeras, como es sabido, fueron concebidas para sujetar a las poblaciones originarias, pero sólo lo consiguieron en ciertos espacios y aún allí la sujeción estuvo constantemente impugnada. Los indígenas “ya reducidos”, cuando permanecieron en los pueblos, se mostraron en muchas ocasiones una actitud desafiante y en las “áreas fronterizas” fueron el apoyo más importante de aquellos que resistían con las armas las incursiones españolas. Es justamente en ese sentido que la conquista, analizada con “perspectiva y profundidad de campo” no puede reducirse a una serie de hechos acaecidos al promediar el siglo XVI, en el plano puramente militar. Se trata de un proceso secular --c. 1670 a 1870, en los trabajos que aquí aparecen--, que apeló a distintos medios, en distintos tiempos y sobre cuyo término quizá deberíamos preguntarnos.
Para el siglo XVIII, Ruz y Solórzano muestran que las acciones de conquista militar por parte de los españoles y la defensa armada por parte de los indígenas, seguían en marcha. Al mismo tiempo Piazza confirma, al principio de ese siglo, una capacidad de autoafirmación por parte de las comunidades, en las que también tenía lugar la autonomía de culto. Para ella, la autonomía de las comunidades indígenas comenzó a formarse en el período colonial, sobre la base de un poder constituido localmente, que organizaba los diferentes aspectos de la vida comunitaria. De ese modo, la autora y los autores constatan la tenaz resistencia de aquellas, ante las tentativas de aniquilamiento físico y cultural, promovido por un sistema mundial de contornos imperiales.
Para estudiar esas persistentes luchas, se insiste en la necesidad de hacer análisis complejos de los actores y sus motivaciones. Verbigracia, de los diversos representantes de la Iglesia, las divisiones dentro de esa institución, pero también en los pueblos –por edad, género, clase, cargos, comunidad de origen y hasta personales. Lo cual implica superar la rigidez y las dicotomías. Tal y como aquí se propone. Para el estudio de la resistencia ello implica, por ejemplo, relacionar tradición y rebeldía, tratando de precisar la extensión y profundidad de la mentalidad que subyace a la protesta. Lo mismo que observar cómo los protagonistas de estas historias cambian de papel constantemente (Cfr. la declaración de Tot) y last but not least, la complejidad en el análisis histórico debería incluir la dimensión espacial y ecológica, crucial para entender la lógica histórica en la dinámica social, tal y como nos lo hace notar de modo minucioso Juan Carlos Solórzano, al describirnos la vida de los indígenas en las áreas fronterizas.
En este número del boletín, la AFEHC, se siente honrada al presentar estos tres artículos, que contribuyen de manera significativa al conocimiento histórico en Centroamérica, y, por lo mismo, aportan a la razón de ser de la asociación. Igualmente, estoy segura que los documentos transcritos, la biografía y la bibliografía, así como todos los instrumentos que se dan a conocer aquí serán muy útiles para la investigación histórica.
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